NUEVO RELATO

DOÑA MARINA

Sin título

Andaba doña Marina en su luminosa habitación, llena de utensilios y ánforas adornadas con dibujos y magníficos mosaicos de piedra. En el centro se hallaba una pequeña jaula donde se escondía un espléndido pájaro cantarín que, con su melódica voz, deleitaba sus jornadas que transcurrían monótonas y tristes sin su valeroso capitán.

Era la india de mediana estatura y de mórbidas formas, sus ojos rasgados eran expresivos y dulces, el cutis moreno pálido y el talle airoso y esbelto. Vestida con un largo traje mexicano pintado con tintes naturales y adornado con plumas, se movía lentamente y pensativa. Sus conocimientos de las costumbres mexicanas y de los ademanes de aquel pueblo, le daban una seguridad que no se encontraba fácilmente en otras mujeres de aquella época. Hermosa, cautivadora, ambiciosa y fascinante, conocía todos los medios para salvar a los más débiles y apoyar a los más fuertes y valerosos.

De repente se paró frente al retrato de Hernán Cortés, colgado en la pared izquierda, que confería austeridad y seriedad a la pintoresca atmósfera de la pieza. La mirada viva e inteligente del conquistador, a la vez que franca y benévola, confería brillo a la negrura de su barba y relieve a su ovalado y simpático rostro. No podía imaginarlo mientras luchaba, pálido y cansado con el sudor en la frente, con su escudo en el pecho mientras gritaba a sus jinetes y se hacía valer frente a su rivales.

De inmediato, unos pasos firmes y rápidos sobrecogieron a la joven. El paje Orteguilla, triste e inquieto, tocó a la puerta y, sin decir palabra, puso la carta firmada por Cortés sobre la mesilla.

Doña Marina se sentó y se puso a leer:

“Mi querida Malinche:

¡Cuántos años han pasado sin verte!

Espero te encuentres bien. Mis días son siempre más largos y fatigosos sin tí.

Nuevos combates se van anunciando, el pánico crece entre las aguerridas tropas

y va a ser muy difícil la defensa contra un enemigo oculto entre las breñas.

En la entrada de la noche se ven las llamas de las hogueras y se escuchan los chascarrillos

de los soldatos que poco a poco apagan las débiles luces de los candiles y

se quedan durmidos en una encantada atmósfera nocturna.

¿Dónde te escondes? ¿Estás fuera del peligro? ¿Cuándo podemos quedar?

Dentro de una semana, el rey me va a recibir. Necesito tu ayuda.

Aquí tienes la carta escrita por M. Por favor, tradúcela y remítemela mañana mismo.

Estoy convencido de que la altiva dignidad de tu alma no rechazará esa ayuda.

H. C.”.

Dobló la misiva y permaneció inerte por unos minutos fijando su mirada lánguida en el pajarillo que mientras tanto se había puesto a picar unas migas de pan con tanta rapidez que parecía un famélico delante de unas gollerías de exquisitos sabores y de artísticos moldes.

Generosa, sensible y resuelta, tomó la iniciativa: no podía dejar sólo a Cortés. Como muchos años atrás, tenía que estar a su lado, respaldarle y ser su fiel intérprete. Se levantó y salió de su habitación dirigiéndose rápida hacia su paje que la esperaba en la puerta del refinado salón. Subió al carro y, sin preguntarle nada, Orteguilla empezó a conducir conociendo ya la dirección.

El camino era largo, tenía que atravesar cinquenta leguas y cruzar el Parque de las Estacas, pero el cuadro era maravilloso. Al verdor de gigantescos árboles se alternaban los numerosos caseríos circundados por huertos y jardines paradisiacos y, por los extensos campos, se extendían variopintos follajes de varias dimensiones. Dos chicos andaban por la calle, libres y felices, reían y se contaban chistes.

La india recordó los dichosos momentos de su infancia cuando, amantísima por los de su raza, ejercía un incontrastable dominio sobre cuantos la rodeaban. Luego, sus ojos fijos en el horizonte se perdieron en el diáfano cielo, atravesado por nubes cristalinas. Inmóvil y fría vio una luz deslumbrante que se apresuraba a la india y se ponía a su lado mirándole intensamente y acariciándole la cara. Era Cortés que con un paso firme y ligero y una presencia noble y marcial, se arrodilló a sus pies para unirse a ella eternamente.

Nuevo Relato:

INTRODUCCIÓN

Ávida lectora, interesada por la historia, la literatura y el feminismo, Lara Altieri vuelve a escribir sobre la novela de Salvador de Madariaga, El corazón de piedra verde, experimentando el género del cuento histórico e introduciendo toda una serie de acontecimientos y situaciones de enorme atracción que hechizarán al lector haciéndole despertar nuevas emociones y sentimientos.

El cuento que presentamos a continuación, titulado “El Paraíso de eternas alegrías”, es el primero de la colección que tiene como protagonista a la joven azteca Xihuitl en búsqueda de su amado Alonso, envuelta en una atmósfera de ensueño que le hace vacilar entre la realidad y la ficción y nos deja sumergidos en una constante incertidumbre.

EL PARAÍSO DE ETERNAS ALEGRÍAS.

Sin título

Era una tibia noche de verano y Xihuitl estaba sentada en un sillón rosa pensando en su futuro. Su espesa cabellera de tirabuzones le cubría toda la espalda y le calentaba su piel fría y blanca, como una alfombra de nieve protege los campos verdes de la escarcha de la noche.

“La tranquilidad del alma es algo inalcanzable” -se repetía.

La incesante tristeza y desconfianza le habían creado profundas e indelebles heridas; llantos y gritas se vertían sobre su cuerpo y su melancólica mirada a una luna tan lejana y gris le confirmaban que no había otra solución: huir de aquel sitio, buscar otra vida y esperar en un futuro mejor. Luego, exclamaba sollozando: “¡Cuánto te amé! ¡Cuánto te adoré! ¡Cuántas veces te soñé!”.

Una sola y fija imagen arrullaba su dolor de ánimo: la de Alonso, con transparentes ojos verdes y brillante pelo rubio, que la esperaba a lomos de un caballo blanco y le decía: “¡Ay, mira que el amor es una mar muy ancha!…”.

Sus anhelos desvanecían de repente y pronto se puso pálida.

Después de largas horas tumbada en la cama, decidió levantarse y tomar su habitual desayuno: cuatro galletas, tres cucharaditas de mermelada, dos de miel y un yogur. Se sentó y empezó a comer de prisa como si alguien la estuviese esperando. Miró el reloj, eran ya las 10:00 y en una media hora tenía que salir para coger el tren de las 12:00.

Se duchó con rapidez, miró la ventana y, como negros nubarrones cubrían el cielo y el hielo había cubierto todos los pétalos de su hermoso magnolio, se puso su jersey de lana preferido, el de color azul turquí, y unos vaqueros que había dejado fuera del armario, sobre el sofá. Sin mirarse en el espejo, se puso su barra de labios roja, se esparció unas gotas del perfume, cogió el bolso y se fue de prisa a la estación.

Cuando llegó, el tren todavía no se había acercado. Miró el reloj con alivio y se sentó cansada en un banco. Allí permaneció a observar una pareja de jóvenes novios que se decían conmovedoras palabras y confiaban verse pronto. La chica, con una larga trenza rubia y ojos negros de forma ovalada, llevaba un libro en la mano titulado Les fleur du mal. Lo puso en el bolsillo del joven, le besó y huyó diciéndole: “Hasta pronto, Fernando”.

Numerosos recuerdos se amontonaron en su mente, su amor por Alonso nacido de una mirada fugaz y pura, ahora despertaba y, como un fuego, ardía siempre viva y fuerte en su corazón. ¿Le amaba todavía? ¿Dónde se encontraba? ¿Cuándo podían juntarse finalmente?

Absorta y pensativa, Xiuhitl se levantó y alejó la mirada de la pareja. Mientras que el tren se acercaba, agarró su maleta y subió rápida. No sabía la dirección, pero estaba convencida de que sólo un largo viaje podía aportarle la deseada felicidad que, al desaparecer su amado, se había disipado de su vida.

Estrechó el amuleto mágico, verde esmeralda que brillaba en su mano, y se amodorró encontrando sosiego en un sueño largo, profundo y apacible, aportándole la liberación total y conduciéndole muy lejos, allí donde lo imposible se mezclaba con lo posible, el ideal se hacía real, el dolor se convertía en placer y las penas en duraderos alivios. Era aquel lugar el paraíso de eternas alegrías, un pintoresco oasis lleno de flores y de perfumes, de luces y de sol donde el sendero de su vida se le aparecía por primera vez, después de años, alfombrado de rosas, iluminado por focos esplendentes. Cerca de una fuente se le presentó sonriente la imagen de Alonso que, después de una larga conversación, delante de sus ojos llenos de lágrimas, zanjó: “Dios es sólo uno. Y es amor. Nos hizo por amor y por amor nos hizo libres. Sigues tu honroso camino, yo nunca te dejaré, seré tu noble protector, tu fiel seguidor y tu ángel salvador”.