LA DESAPARICIÓN

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Terminadas las clases, se repetía la misma rutina: comida en el colegio con sus compañeros, deberes en su cuarto y unos momentos de diversión en el patio. Los días pasaban rápidos e iban a marcar toda su existencia.

Era una soleada tarde de primavera cuando Lunar bajó al corral. Se sentó cerca de unos narajos para terminar la lectura del último capítulo del Manuscrito Voynich. Pasó muchas horas, leyendo y escribiendo en su libreta de tela.

Atardeció y el cielo se coloreó de un azul oscuro. Lunar se encaminó hacia el bosque, lleno de altos pinos, encinas y abetos. Al acercarse a una fuente, escuchó una ligera melodía, había una cueva y detrás se escondían unos aborígenes aztecas. Tocaban música indígena y cantaban juntos mirándose a los ojos. Se acercó un hombre, el más alto del grupo, era moreno, llevaba barba y bigote y sus ojos brillantes le comunicaban tranquilidad.

El chico se presentó y le confesó su curiosidad por los rituales y la cultura azteca. Hablaron un rato y, después de comer un plato de tlaolli con guacamole, se acercó una joven delgada y pálida, llevaba el huipil y una falda debajo. Era la hija del alcalde y vivía en el bosque desde que su padre la dejó en las manos de Tizoc, el calpullec de la aldea.

Lunar se acercó a ella y la invitó a pasear. Anduvieron una hora contandose historias y momentos felices de sus vidas. La chica se llamaba Yaretzi que en nahuatl significa “aquella que será siempre querida”. Era muy hermosa, un poco tímida pero siempre sonriente.

Pararon de hablar cuando vieron otro grupo de aborígenes cerca de una choza que bailaban la danza del sol alrededor de una enorme hoguera. Quedaron a mirarlos hasta que terminó la ceremonia. Lunar se sentía feliz y, por primera vez en su vida, reconoció en Yaretzi la persona que había siempre deseado.

Se sentaron en un banco, Lunar le cogió la mano y dijo:

“¿Reconoces la constelación estrellar del juego de la pelota?”.

Yaretzi nunca había visto algo parecido, y quedó asombrada frente al maravilloso espectáculo que aparecía delante de sus ojos. Fue así que Lunar empezó a contarle todo sobre aquel fascinante fenómeno de las constelaciones, que le había enseñado su abuelo.

En aquella noche mágica las estrellas relucían en el cielo y una música dulce llenaba los bosques de armonía y paz.

Mientras tanto, Tula había vuelto a su habitación. Cansada y amodorrada, se echó en la cama y se ensimismó del mundo, pensando sólo en Lunar. ¿Dónde estaba?¿Con quién se encontraba? ¿Qué le había occurrido?

El reloj tocó la medianoche. Tula cerró los ojos y se adormeció.