La aparición.
El castillo se hallaba en un lugar aislado pero tranquillo. Treinta velas iluminaban el camino que llevaba a la entrada del palacio y diez guardias inmóviles, cinco a la derecha y cinco a la izquierda, esperaban la llegada del rey al palacio.
El reloj de la aldea tocó las 22.00 y un silencio aterrador asedió el lugar. Las aguas del lago reposaban firmes bajo un cielo oscuro y tenebroso. Al horizonte sólo se percibían los pasos rápidos de la carroza del rey y el relincho de los cuatro caballos que conducían el carruaje. Nezahualipilli oteaba el horizonte y le decía al cochero: “Un día iré a España con mi hija Xihuitl, ella es la única persona que puede seguir mi camino”.
En los últimos años el rey enviejó mucho, su ánimo cambiante y su tácita resignación dejaba a veces entrever una profunda amargura y tisteza. Sólo encontraba consolación en su hija Xihuitl, le dirigía palabras de alivio y amor cada día más dulces.
En el palacio la ceremonia estaba para empezar, se preparaban los sacerdotes alrededor de la cama de la víctima que esperaba con apacible resignación el momento del ritual.
La joven vestía una túnica blanca con flecos y zapatos de cuero blanco. En el brazo izquierdo llevaba una rodela con arcilla de oro y adornada con un cerco de plumas de águila. Se acercaban también los hechiceros con sus máscaras rituales y el antifaz que cubría la faz.
El sumo sacerdote había colocado a la pálida víctima en el centro de un semicírculo de curas que preparaban sus velas y objetos para la ejecución. De repente el rostro de la joven se transfiguró, los ojos empezaron a brillar como dos estrellas frente a la imagen que aparecía bajo el arco de la entrada. Un hombre alto, con el pelo oscuro y los ojos de cielo vestido de cobre negro entró sonriendo a la magnífica creatura. Los sacerdotes quedaron paralizados al ver al rey y huyeron despavoridos ante la visión.
Entretanto, como en un sueño la joven vivía aquella hora tan esperada e increíble, había llegado su salvador. Empezó a correr hacia él con gran ligereza, ahora lo veía todo, sus ojos le conmovían así como hacían antaño. Echó a correr y, al llegar frente a su hombre querido, le apretó fuertemente sin destacarse más de él, con los brazos envueltos entorno a su hercúleo cuerpo y con su rubia y larga melena que le acariciaba la cara.